miércoles, 23 de marzo de 2016

Primavera en la noche, dolor de muerte irracional y un sencillo gesto esperanzado.

           La tarde fue seca y la lluvia quedó en el recuerdo de la mañana. No hacía frío. Por lo que salí a lo que se dice de “dar una vuelta y ver lo que hay”. Leo la oferta musical en la catedral, con un grupo de música que llaman “antigua”, aunque sigue vigente y tiene actualidad.
         Hay donde ir. 
   
      La noche es agradable y prefiero la calle. Suenan tambores desde plaza Apóstoles hacia plaza Belluga. Y me quedo a ver.


     Tras haber presenciado el desfile procesional duplicado del martes, Cristo de la Salud y Cristo del Rescate, regreso a casa.

  




     Siguen presentes en el pensamiento y vivos en el sentimiento los atentados de esta mañana en Bruselas

     La pregunta doble de “¿Por qué? ¿Para qué?” se estrella contra cualquier ángulo de razón.
   

    Avanzo por Trapería en mi vuelta. Mucha gente en la calle, unos caminando, otros hablando en corro.
  
Al doblar la esquina para seguir por Platería, inopinadamente, me encuentro con un grupo de hombres y mujeres que venían con cánticos religiosos.
      Se detienen ante una placa de cerámica que hay en la pared de esta calle de Platería, alusiva a la Virgen de la Aurora. Hay quien porta un instrumento de sonido a golpe de hierro quebrado en la madera: es la matraca
 (¡Cuánto tiempo ya sin haber visto alguna!). Al toque redoblado de la matraca, dos hombres dejan los faroles en el suelo y adelantan la cruz que portan en un mástil. Callan. Silencio.

       Quien muestra ser el guía, en voz alta, con decisión, nombra un cuarto misterio doloroso del Rosario, “Jesús carga con la Cruz”, pero abrevia el rezo a solo un ave maría. 
   
   
Tras unos segundos del grupo en silencio, y en la mirada expectante de los transeúntes, hace sonar de nuevo la matraca, se sitúa en cabeza y el grupo reanuda la marcha, camino hacia otro lugar en el que expresar sus palabras en el espacio abierto y en la noche.
       Lo inesperado y la sorpresa del grupo, (mi respeto absoluto, aunque observe desde flexible agnosticismo) que, además, muestran valentía al expresar sencillamente sus creencias en público y tiempos laicos, sigo mi regreso a casa.

   
    Nuevamente ha vuelto el recuerdo de los muertos en atentado esta mañana en la capital de Europa, Bruselas. Unos fanáticos salvajes —en el peor sentido de la palabra ‘salvaje’, sin paliativo—, tintados de religión islámica, ungidos de misión y martirio por una causa, se han suicidado con explosivos y han matado a más de 30 personas, y malherido a 230 más.
   Ninguna de las cuales esperaba un abrupto final ni un sobresalto doloroso. Una masacre horrenda, estremecedora, incomprensible para la razón.
    Aunque suene a sarcasmo, lo primero, tras el horror, es preguntarse cómo estas personas que dicen actuar en nombre de una religión, no se suicidan en un descampado, en un acantilado o en el desierto. Y, luego, que se piensen si ir a lugares habitados... Igual debe de ser el camino hacia los ríos de miel y el encuentro con decenas de vírgenes huríes que les prometen sus líderes y que sucederá tras la autodetonación.
      No les basta con eso. 
    Su programa es matar indiscriminadamente a cuanto mayor número de ‘infieles’ muertos mejor, esos que viven en una civilización distinta y en cualquier parte del mundo donde tengan resonancia su acción y su amenaza permanente.
       Creo que está claro.
      En Bruselas, el destruido paisaje humano y físico, hace crujir los cimientos de Europa y la confianza en el ser humano, que habrá que reconstruir con solidez, temiendo que broten sentimientos xenófobos y alambre de espinos por la diferencia.
     
Porque unos, con explosivos en su cuerpo y detonadores bajo un guante, siembran de muerte, desolación y dolor un aeropuerto y una línea de metro.
Inevitablemente, ha surgido el contraste, porque cualquier señal conduce a la existencia de lo incomprensible.

       
       En una calle murciana, modestamente, otras personas, sin más “armas” que un crucifijo en alto, dos faroles y una matraca, caminan por la calle mientras entonan sin estridencia cantos tradicionales. Y no generan miedo ni violencia. Todo lo más, indiferencia o quizá una sonrisa a su paso.  Caminan entre el respeto hacia y de los demás, lo propio de un espacio civilizado.

     
La vida no es fácil, y hemos comprobado que, con un trabajo programado, en cualquier lugar, con evidente voluntad de causar el mal, unos sectarios extremistas pueden arrebatarla.



       No hay motivos para dudas ni recovecos: es una acción de meditados preparativos, innegable y real, coyuntura perturbadora de una espiral que conduce a la muerte violenta del otro.
     El suicidio como la táctica elegida para solventar mediante la destrucción y el daño una dualidad que se pretende irreconciliable entre la creencia y la civilización. A los suicidas, como a los fontaneros, lo que les interesa no es el porqué de lo que hacen, sino el cómo.

        Y, entonces, qué pasa con quienes creen en el trabajo intelectual para formarse en el progreso, la convivencia y en la consideración del otro...
       
¡Qué suerte —¿se puede decir así?— haber nacido en territorios donde las ideas se pueden expresar pacíficamente!
Cualquier hecho ocurrido en la paz y en la convivencia no deja de sorprendernos y nos conduce desde lo desconcertante de la violencia hasta lo revelador de la libertad.

1 comentario:

  1. Me cuesta mucho añadir algo a lo que has escrito. Si acaso, resaltar la sensibilidad especial que te ha hecho relacionar dos actos tan distintos, como el aberrante de Bruselas y el entrañable de esos músicos, ¿ auroros, quizás? que te topaste al doblar una esquina. Nadie como tú para enlazarlos y resaltar así de un modo tan gráfico, y casi sonoro, la barbarie frente a la tolerancia.

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